Haber hecho esa patanada me costó un ojo de la cara.
Pues si es que la mujer se la llevaba de confianzuda y no quise correr riesgos como los corridos en los setenta, que por pendejo se me fue la chaveta llorando por quien no valía la pena. Aunque de vez en cuando me lloraban las venas de coraje.
Bueno, pues ese no fue el caso esta vez, no, no ¡Qué va!
Yo viajaba en el asiento de atrás del carro, al llegar a la esquina fatídica vi bien claro que el hijueputa había sacado el revólver y había disparado a bocajarro sobre la pobre mujer que todo lo que había hecho era amarlo, amarlo, amarlo hasta la saciedad, y he ahí el desenlace: una cuerpo inerte y un cínico huyendo.
Al contemplar la acción no tuve más que buscar con la mirada en el espejo retrovisor, los ojos de la santurrona que reía y reía como si no fuera cierto lo que había ocurrido en sus narices. No pude tolerarlo más, estrujé en mis manos con rabia el papel y lo arrojé por la ventana; no era buena la noticia que acababa de leer en el periódico.
El resto del día lo pasé tenso, por veces demencial, pero así es la vida.
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