Quizás tenía dieciséis años cuando sentado a la mesa de un bar de la colononia Cucumacayán de San Salvador, me tomé la primera cerveza que ni siquiera me la terminé por lo amarguísima. Era un día sábado y mi entrañable amigo, vecino y compañero de quimeras Ricardo Franco, a la sazón ya avezado en menesteres báquicos, me estaba invitando.
Cuando en junio 1970 me enredé emocionalmente con una bicha que me dejó un ojo morado en el alma (que hasta hoy no se me desinflama), decidí que el amargo de la cerveza era una amargo delicioso y teniendo amigos, vecinos y compañeros de universidad que practicaban lo que en El Salvador llamamos "empinar el codo", no me costó nada engrosar el gran ejército de borrachos de mi generación, una generación caracterizada por revolucionarios en todo ángulo que se vea: revolucionarios académicos, literarios, artísticos y políticos.
Pues como las emociones y el espíritu están íntimamente relacionados, tras el rompimiento con mi "adorada enemiga" vino la francachela y mi cuerpo no toleraba otros espíritus más que el que Dios le había asignado, de modo que el Espíritu de Caña, una popular bebida espirituosa en la clase media-baja de El Salvador, no hizo buena química conmigo y pronto me metí en problemas.
Dios, tengo que presumirlo, me dio el don de ver hacia adelante e imaginarme vívidamente la consecuencia que me espera por las acciones buenas o malas que esté realizando en el presente, y en mi rol de borracho preví un espectáculo dantesco.
No fue fácil, con tiernos 21 añitos y una presión social acuciante, decirle Ud. no va más en mi vida al guaro, pero lo hice, y el domingo 23 de junio de 1974 me tomé la última cerveza de mi vida, fue para amainar la resaca que me había dejado las celebraciones del día del maestro que había comenzado el viernes 21.
En mis veintes andaba en las farras con la mara, sólo que yo no chupaba (y ellos encantados porque, además yo tenía un mi carro viejo y los andaba llevando de chupadero en chupadero, después los iba a tirar a sus casas.) Mi buen amigo Tito Zelada solía decirme los viernes después de clases en la U: "Hey Fredy, vámonos ya a joder, le echamos dos pesos de gasolina al tanque y tres pedos en cada llanta y al camino" ja, ja, ja...! Tito es único.
Yo no me podía sustraer de vivir normalmente esa etapa de mi vida y la disfruté a rabiar, la ventaja era que yo ni amanecía de goma, ni tenía los problemas aparejados con el alcoholismo, y logré realizar todos mis sueños a raíz de haber tomado la decisión más inteligente de mi vida: Nunca jamás volverme a echar un trago.
Yo pienso que la decisión de no tomar es la más inteligente que hice, pues retomé el control absoluto de mi vida; sin embargo no estoy contra los que toman, la mayoría de mis amigos se echan los tamalguashtazos y no me molesta para nada, ni le hago de papista predicando que no chupen, ese es muy su problema. Tampoco estoy contra el vino, es más, tengo una colección de botellas de guaro que por regla traigo de los países que visito.
La última cerveza todavía se las debo a mis amigos del alma y, en esa época, vecinos Foncho y Hugo García, a quienes convencí que me la fiaran de un pequeño negocio que su tía Lolita tenía en la colonia Las Colinas de Mejicanos.
Y no se las pago, no porque no tenga buena voluntad o pisto para pagárselas, sino porque no vaya ser el dianche y les pida la otra.
Cuando en junio 1970 me enredé emocionalmente con una bicha que me dejó un ojo morado en el alma (que hasta hoy no se me desinflama), decidí que el amargo de la cerveza era una amargo delicioso y teniendo amigos, vecinos y compañeros de universidad que practicaban lo que en El Salvador llamamos "empinar el codo", no me costó nada engrosar el gran ejército de borrachos de mi generación, una generación caracterizada por revolucionarios en todo ángulo que se vea: revolucionarios académicos, literarios, artísticos y políticos.
Pues como las emociones y el espíritu están íntimamente relacionados, tras el rompimiento con mi "adorada enemiga" vino la francachela y mi cuerpo no toleraba otros espíritus más que el que Dios le había asignado, de modo que el Espíritu de Caña, una popular bebida espirituosa en la clase media-baja de El Salvador, no hizo buena química conmigo y pronto me metí en problemas.
Dios, tengo que presumirlo, me dio el don de ver hacia adelante e imaginarme vívidamente la consecuencia que me espera por las acciones buenas o malas que esté realizando en el presente, y en mi rol de borracho preví un espectáculo dantesco.
No fue fácil, con tiernos 21 añitos y una presión social acuciante, decirle Ud. no va más en mi vida al guaro, pero lo hice, y el domingo 23 de junio de 1974 me tomé la última cerveza de mi vida, fue para amainar la resaca que me había dejado las celebraciones del día del maestro que había comenzado el viernes 21.
En mis veintes andaba en las farras con la mara, sólo que yo no chupaba (y ellos encantados porque, además yo tenía un mi carro viejo y los andaba llevando de chupadero en chupadero, después los iba a tirar a sus casas.) Mi buen amigo Tito Zelada solía decirme los viernes después de clases en la U: "Hey Fredy, vámonos ya a joder, le echamos dos pesos de gasolina al tanque y tres pedos en cada llanta y al camino" ja, ja, ja...! Tito es único.
Yo no me podía sustraer de vivir normalmente esa etapa de mi vida y la disfruté a rabiar, la ventaja era que yo ni amanecía de goma, ni tenía los problemas aparejados con el alcoholismo, y logré realizar todos mis sueños a raíz de haber tomado la decisión más inteligente de mi vida: Nunca jamás volverme a echar un trago.
Yo pienso que la decisión de no tomar es la más inteligente que hice, pues retomé el control absoluto de mi vida; sin embargo no estoy contra los que toman, la mayoría de mis amigos se echan los tamalguashtazos y no me molesta para nada, ni le hago de papista predicando que no chupen, ese es muy su problema. Tampoco estoy contra el vino, es más, tengo una colección de botellas de guaro que por regla traigo de los países que visito.
La última cerveza todavía se las debo a mis amigos del alma y, en esa época, vecinos Foncho y Hugo García, a quienes convencí que me la fiaran de un pequeño negocio que su tía Lolita tenía en la colonia Las Colinas de Mejicanos.
Y no se las pago, no porque no tenga buena voluntad o pisto para pagárselas, sino porque no vaya ser el dianche y les pida la otra.
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