Los salvadoreños tenemos un famoso dicho que refleja un fatalismo ancestral, el cual reza: "Vergazo que es tuyo, nadie te lo quita", yo no recuerdo alguno que refleje lo contrario, de ahí el título de mi post.
Hace un par de semanas mi mujer y yo llegamos tarde al abordaje de un vuelo de Nueva York a Cancún y no nos fuimos, la tradicional puteada salvadoreña al fatídico azar no se hizo esperar.
Tras la frustración vino la reflexión: "qué tal si este fuera uno de esos casos en los que el avión se va a estrellar y los que se quedaron se vuelven hasta monjes en agradecimiento por una segunda oportunidad de vivir?". De inmediato expulsé la estupidez de mi mente y nos comunicamos con nuestra hija quien luego de un chequeo de vuelos nos reubicó en otro vuelo para Santiago de los Caballeros en la República Dominicana.
Al llegar a destino alquilamos un carro y nos dirigimos al paradisíaco Puerto Plata en la costa atlántica de la linda isla, en donde nuestra hija también nos había hecho una reservación en el resort Barceló Premium, localizado en un pedazo de paraíso llamado Playa Dorada.
De Santiago a Puerto Plata, después de dejar la autopista para Navarrete, hay unos 45 minutos de carretera bien mantenida pero angosta, de doble vía, sin divisor y con un buen número de curvas (como las que abundaban en El Salvador hasta hace unos 15 años), lo cual hace peligroso el trayecto, particularmente si no se está familiarizado con el terreno, que era nuestro caso.
No puedo juzgar a todos los dominicanos, pero a mí me tocó sortear un par de temerarios que sobrepasaban en curva de manera que hicieron que me orillara a pellizcarme y dar gracias al Todopoderoso por el milagro de estar vivos.
Entrada la noche llegamos a la linda ciudad de Puerto Plata ,y un angel disfrazado de mujer, a quien al azar preguntamos dónde estaba El Barceló Hotel y Resort, no sólo se pasó de amable diciéndonos las direcciones, sino que nos dijo que "si queríamos nos llevaba ella personalmente pues el lugar queda cerca, pero complicado".
Ni lerdos ni perezosos la subimos al auto y en cosa de diez minutos estábamos en la entrada del complejo hotelero. Esa chica sí representaba a un pueblo dominicano exageradamente amable.
Después de dos días en el paradisíaco lugar regresamos a casa vía Nueva York, en donde pasamos parte de la tarde y noche en casa de mi amigo Ramón y mi cuñada Imelda, haciendo lo que nos gusta: comer la mejor comida salvadoreña de Estados Unidos en el restaurante Bahía de Brooklin, y luego caminar por la imperial Manhattan.
Al día siguiente nos llevaron al aeropuerto Kennedy para nuestro regreso a California. Luego de chequear el abordaje y pasar por todos los filtros de seguridad, llegamos a la cafetería de la terminal de mi línea aerea en donde hicimos un almuerzo frugal y de vez en cuando sacaba mi digital para hacer algunos ajustes, recortes y otros experimentos.
En uno de esos descuidos que cada día se me hacen más frecuentes, perdí la cámara en cuya memoria estaba documentada la gran experiencia de mi viaje por la Espaniola y Nueva York: Me la habrán hueviado, la habré dejado colgada en el gancho del baño cuando fui a satisfacer una emergencia natural? La habré dejado en la mesa? Nunca lo sabré la cosa es que el tiempo de abordaje se acercaba y me tuve que resignar, con todo el dolor de mi alma a dejar mi camarita en el equipaje de otra persona en el aeropuerto. Subí al avión casi llorando de rabia y frustración con las consabidas auto recriminaciónes de casos como este.
Al llegar a casa mi hija nos esperaba con alegría, y con la noticia que el vuelo para Cancún había tenido que regresarse por desperfectos mecánicos en el avión.
Si una simple turbulencia en pleno vuelo me hace sudar helado, no quiero ni pensar qué habría sido de mí si hubiera ido en ese avión, de barato hubiera bajado diabético del susto.
Y yo lamentándome por unas putas fotos...
Hace un par de semanas mi mujer y yo llegamos tarde al abordaje de un vuelo de Nueva York a Cancún y no nos fuimos, la tradicional puteada salvadoreña al fatídico azar no se hizo esperar.
Tras la frustración vino la reflexión: "qué tal si este fuera uno de esos casos en los que el avión se va a estrellar y los que se quedaron se vuelven hasta monjes en agradecimiento por una segunda oportunidad de vivir?". De inmediato expulsé la estupidez de mi mente y nos comunicamos con nuestra hija quien luego de un chequeo de vuelos nos reubicó en otro vuelo para Santiago de los Caballeros en la República Dominicana.
Al llegar a destino alquilamos un carro y nos dirigimos al paradisíaco Puerto Plata en la costa atlántica de la linda isla, en donde nuestra hija también nos había hecho una reservación en el resort Barceló Premium, localizado en un pedazo de paraíso llamado Playa Dorada.
De Santiago a Puerto Plata, después de dejar la autopista para Navarrete, hay unos 45 minutos de carretera bien mantenida pero angosta, de doble vía, sin divisor y con un buen número de curvas (como las que abundaban en El Salvador hasta hace unos 15 años), lo cual hace peligroso el trayecto, particularmente si no se está familiarizado con el terreno, que era nuestro caso.
No puedo juzgar a todos los dominicanos, pero a mí me tocó sortear un par de temerarios que sobrepasaban en curva de manera que hicieron que me orillara a pellizcarme y dar gracias al Todopoderoso por el milagro de estar vivos.
Entrada la noche llegamos a la linda ciudad de Puerto Plata ,y un angel disfrazado de mujer, a quien al azar preguntamos dónde estaba El Barceló Hotel y Resort, no sólo se pasó de amable diciéndonos las direcciones, sino que nos dijo que "si queríamos nos llevaba ella personalmente pues el lugar queda cerca, pero complicado".
Ni lerdos ni perezosos la subimos al auto y en cosa de diez minutos estábamos en la entrada del complejo hotelero. Esa chica sí representaba a un pueblo dominicano exageradamente amable.
Después de dos días en el paradisíaco lugar regresamos a casa vía Nueva York, en donde pasamos parte de la tarde y noche en casa de mi amigo Ramón y mi cuñada Imelda, haciendo lo que nos gusta: comer la mejor comida salvadoreña de Estados Unidos en el restaurante Bahía de Brooklin, y luego caminar por la imperial Manhattan.
Al día siguiente nos llevaron al aeropuerto Kennedy para nuestro regreso a California. Luego de chequear el abordaje y pasar por todos los filtros de seguridad, llegamos a la cafetería de la terminal de mi línea aerea en donde hicimos un almuerzo frugal y de vez en cuando sacaba mi digital para hacer algunos ajustes, recortes y otros experimentos.
En uno de esos descuidos que cada día se me hacen más frecuentes, perdí la cámara en cuya memoria estaba documentada la gran experiencia de mi viaje por la Espaniola y Nueva York: Me la habrán hueviado, la habré dejado colgada en el gancho del baño cuando fui a satisfacer una emergencia natural? La habré dejado en la mesa? Nunca lo sabré la cosa es que el tiempo de abordaje se acercaba y me tuve que resignar, con todo el dolor de mi alma a dejar mi camarita en el equipaje de otra persona en el aeropuerto. Subí al avión casi llorando de rabia y frustración con las consabidas auto recriminaciónes de casos como este.
Al llegar a casa mi hija nos esperaba con alegría, y con la noticia que el vuelo para Cancún había tenido que regresarse por desperfectos mecánicos en el avión.
Si una simple turbulencia en pleno vuelo me hace sudar helado, no quiero ni pensar qué habría sido de mí si hubiera ido en ese avión, de barato hubiera bajado diabético del susto.
Y yo lamentándome por unas putas fotos...
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