Corría el mes de mayo de 1978 ¿o 1979?, fue un domingo por la noche. Se había programado una misa conmemorando un aniversario del asesinato del padre Alfonso Navarro Oviedo, en la parroquia de la colonia Miramonte en San Salvador. Triste efeméride. La buena noticia era que aquella Eucaristía iba a ser oficiada por Monseñor Oscar Arnulfo Romero.
Para mí era una oportunidad única de ver de cerca a aquel santo varón, y cumplir un sacro deseo.
Me aseguré de llevar a mi hija Lalita, que a la época contaba quizás con unos cuatro añitos. Mi intención era que ella fuera bendecida por el universalmente respetado Arzobispo. Su bendición equivaldría para mí a la bendición de Dios mismo.
Iba tambien mi hermano Guillermo Campos con nosotros. Llegamos temprano a la iglesia para no perdernos un minuto del privilegio de estar en el entorno de Monseñor Romero. Por cierto que también nos encontramos allí con mi viejo amigo Jorge Carlos Figeac Cisneros.
Puntualísimo como era su costumbre,
Monseñor llegó a la cita con su feligresía que, rompiendo un poco la etiqueta eclesiástica, lo recibió con un aplauso que el prelado agradeció con gesto de humildad: bajando la frente suavemente y con su acostumbrada semi sonrisa dibujada en sus labios.
Fue una noche alegre, a pesar de que se conmemoraba el asesinato de una de sus ovejas, magnicidio que había sido perpetrado por la infame organización criminal pro gubernamental mano blanca, casi en plena luz del día. Un acto cobarde que más tarde se convertiría en el pan de cada día en El Salvador. Pero la noche fue alegre porque Monseñor Romero así hizo que se sintiera.
En aquella corta pero sustanciosa homilía, el inolvidable santo habló del valor del jóven sacerdote martirizado en su casa allí mismo en la colonia Miramonte. Dejó claro que cada sacerdote que asesinaban, era volver a crucificar a Cristo y cómo volver a crucificar a Cristo significaba salvación, incluso para los mismos asesinos, ya que antes de morir, el padre Navarro los perdonó.
Como era su costumbre, al terminar la misa, Monseñor platicó con la feligresía. Su rostro, siempre sonriente, indicaba que disfrutaba estar entre sus ovejas, platicando los temas que a ellos les interesaban. Fue entonces que me le acerqué lo más que pude, y con mi hija en mis brazos, le pedi: "Monseñor, me quisiera bendecir a mi hija, por favor...!"
Volviendo su mirada hacia mí, y con una dulce sonrisa que nunca he de olvidar, me respondió: "Claro, con mucho gusto, ¿cómo se llama esta gordita?" Acarició con sus inmaculadas manos el cabello de mi niña, le envolvió su carita como en forma de cáliz, la vio directamente a los ojos, y haciendo la señal de la cruz justo en su carita sentenció: "Que Dios te bendiga hijita..." Casi de inmediato, mi hermano Guillermo le recomendó emocionado a mi hija: “nunca vayas a olvidar esas palabras, Lalita...”
Aquel momento marcó un hito en la vida de mi hija, quien ahora es una persona de mucho éxito en la vida.
Aquella noche yo no me había confesado pero comulgué. Rompí una regla eclesial pero era oportunidad única de recibir la Eucaristía de manos de un santo, pensé para mi sino, y no me equivoqué ni me arrepiento.
Tiempo más tarde una bala traspasó lo más hermoso y tierno que tenía Monseñor Romero: su corazón. Fue el 24 de marzo de 1980. Hoy hace 37 años volvieron a crucificar a Cristo en El Salvador.
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