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Mientras come, Aniceto Molina asegura que sus letras con doble sentido nacen de la alegría que trata de llevar a su música. La alegría que le ha permitido grabar 49 discos.
“El Tigre Sabanero” luce acongojado. Hace seis días, un doctor le dijo que tenía neumonía. El médico le pidió al cumbiero que se abstuviera de su estrepitosa carcajada.
Aniceto Molina tiene a todos hechizados. El cumbiero colombiano toca su acordeón y todos bailan como si esta fuera su última parranda. Es una tarde de domingo en un parque acuático a 40 kilómetros de San Salvador. Los hombres levantan el polvo de la cancha de fútbol que se ha vuelto pista de baile. Las mujeres gritan las canciones a todo pulmón. Los niños miran absortos el acordeón rojo que se estira y encoge entre los brazos del cumbiero. Todos bailan. Todo es fiesta.


—¡I Love you, Aniceto! –vocifera una mujer gorda cerca del escenario.



El cumbiero sonríe bajo su sombrero vueltiao. Cada vez, más gente sale de las piscinas del parque acuático y se acerca hasta el escenario donde cantan Molina y sus Sabaneros de Colombia. Los bañistas vienen escurriendo el agua de las piscinas y algunos se acercan con cerveza en mano. Todos disfrutan de sus vacaciones de fin de año. Han venido hasta aquí –esta tarde calurosa– para darse un chapuzón en el agua, pero se encontraron con el viejo Aniceto Molina, y ahora prefieren bailar acalorados bajo el sol.



—¿Quieren que les toque el gallo mojao? –pregunta Aniceto a la multitud que recién sale del agua.



Todos deliran por la picardía. Escuchar las canciones de Aniceto Molina en la temporada navideña es parte de la tradición. Sus cumbias suenan en todas las fiestas patronales, en los bailongos, en los ranchos a la orilla de la playa, en las fiestas de recién casados, en las graduaciones de bachillerato, en los cumpleaños, en los bares del centro de San Salvador, en las ventas de discos, en los centros comerciales, en las casas, en los parques acuáticos, aquí. Y con los años, distintas canciones entran y salen de las listas de popularidad de las estaciones de radio, pero la música del “Tigre Sabanero” ha perdurado por más de dos décadas.



Los salvadoreños han adoptado tanto al colombiano que lo consideran un ícono nacional. Generaciones han crecido escuchando las cumbias de “Josefina” y “El Cocorogallo”. Se han creado historias que vinculan a Aniceto con El Salvador, como que se casó con una mujer migueleña. Que es tan salvadoreño que se la pasa comiendo mariscadas y garrobo frito todos los días. Y en la diáspora, hay quienes viajan cientos de kilómetros para asistir a sus conciertos en Estados Unidos y sentirse, por un momento, un poco más cerca de El Salvador.



Pero el acordeonero, que ha puesto a bailar a todos en esta tarde de domingo, nunca vivió en el país, no se casó con ninguna migueleña y a sus 73 años ya no come más mariscadas. La música de Aniceto Molina suena en todos lados, pero muy poco se conoce sobre la vida del intérprete.



—Mi vida fue muy dura, hubo un tiempo en Barranquilla que dormía sentado en los bares porque no me alcanzaba para pagar un cuarto –dirá Aniceto, unos días después de su presentación en el parque acuático.



—¿Y por qué su música es tan alegre si le tocó vivir situaciones tan adversas?



—¡Por eso mismo! La vida puede ser muy jodida pero uno nunca tiene que dejar de sonreír.



Tres días antes del concierto en el parque acuático, Aniceto Molina lleva puesto un impecable traje color vino que combina con unos pantalones del mismo color. El cumbiero está sentado solo y en silencio en uno de los pasillos del set del programa televisivo “Viva la mañana”. Se escucha la voz de la presentadora Luciana Sandoval. Aniceto espera su turno para presentarse en el show mientras el aire acondicionado le hiela las manos. “El Tigre Sabanero” luce un tanto acongojado. Hace seis días, un doctor le diagnostíco neumonía. El médico le pidió que se abstuviera de arengar al público desde el escenario, ni de soltar su típica y estrepitosa carcajada: ¡Ja! ¡Jaja! ¡Jaja!



Así que Aniceto trata de cuidarse lo más que puede. Ahora, solo bebe unos pocos sorbos de una botella de agua. El cumbiero ha tenido que tomar medicamentos para no faltar a la presentación en la Telecorporación Salvadoreña (TCS). Hace un rato, una muchacha le polveó el rostro. “El Tigre Sabanero” está sentado con las piernas cruzadas frente a un gran televisor al que no le presta atención. Tiene su tradicional sombrero vueltiao al lado de la silla, y lleva puesta una boina negra como de cantante de jazz.



—El doctor me dijo que tuviera mucho reposo y mira el reposo que tengo –se queja Aniceto, con su voz ronca por la neumonía, antes de subir al escenario.



Esta es la segunda gira en la que Aniceto se enferma desde que visita El Salvador. Él asegura que nunca ha padecido de enfermedades respiratorias. Cuando el frío invernal llega a la ciudad de San Antonio, Texas, –donde vive desde hace 28 años– Aniceto busca el calor tropical de El Salvador. Por eso, su neumonía ha preocupado de sobremanera a los promotores que organizan sus conciertos y a los músicos colombianos que lo acompañan en cada presentación. Esos 12 músicos que ahora están de pie afuera del set de televisión. Adentro del estudio, a Aniceto Molina solo lo acompaña su asistente, Marlene Pichinte. Una mujer rubia y delgada que está sentada a dos asientos de distancia del colombiano.



Marlene ha sido la mano derecha de Aniceto Molina en sus tres últimas giras en El Salvador. Ella organiza su agenda y lo ha acompañado en conciertos en pueblos de todo el país, desde las ferias ganaderas hasta las fiestas patronales. Marlene cree que parte del éxito de Aniceto Molina se debe a su gran relación con los salvadoreños. “Cuando los otros artistas terminan sus conciertos están cansados y no quieren saber nada más del público, pero él se queda fotografiándose con todos, hablando, riéndose, incluso ahora que está indispuesto de salud, y la gente valora todos esos detalles”, dice Marlene, mientras Aniceto Molina camina rumbo al escenario, para presentarse en directo en el programa “Viva la mañana”.



El viejo Aniceto se coloca su acordeón rojo en el pecho. Los demás músicos que lo acompañan entran en el set. Todos lucen trajes plateados y camisas rojas. En sus rostros se nota la ansiedad por la salud de Aniceto. No vivían una situación similar desde 2007, cuando el músico colombiano se resbaló en el baño de un hotel en San Luis Potosí, México, y le dieron cinco puntadas en la cabeza. El cumbiero tuvo que ser operado de emergencia cuando llegó a El Salvador. En esa ocasión, la noticia llegó hasta los foros de la cadena norteamericana Univisión, donde los salvadoreños le mostraron su apoyo: “Que se recupere de salud el señor Aniceto Molina, le ha dado mucho a El Salvador”, “ojalá que esté bien para que siga dándole al pueblo salvadoreño lo que otros le roban: ¡la alegría!”, “que se recupere Aniceto Molina, que es más salvadoreño que muchos renegados que yo conozco”.



Aniceto Molina Aguirre nació en Colombia –a unos 1,659 kilómetros de distancia de San Salvador– el lunes 17 de abril de 1939. Aniceto fue el sexto hijo de la pareja conformada por Aurora María Aguirre y Miguel Antonio Molina. El niño nació en una pequeña choza con piso de tierra y sin luz eléctrica de la extensa finca La Florida, caserío El Campano, en el corazón de la calurosa sabana colombiana. Cuando Aniceto Molina nació, solo había cinco casas en los alrededores de la finca. Después de eso, todo era monte y soledad. Su padre, un hombre severo y disciplinado, era un agricultor que tenía una molienda.



La sabana del departamento de Córdoba es el corazón agrícola y ganadero de Colombia. El cumbiero más famoso de El Salvador creció cuidando el ganado y trabajando en los sembradíos de yuca, caña de azúcar, ñame, maíz y arroz. Pero la sabana de la costa atlántica colombiana no solo es fértil en cultivos sino que en su folclor musical. Es una tierra envuelta en el sonido de la cumbia y el vallenato. Los acordeones irrumpen en las jornadas monótonas del campo para amenizar las parrandas de ron "ñeque" y tabaco. Los hijos de la familia Molina no tardarían mucho en ser hechizados por el ritmo caribeño. El primero que soñó con ser músico fue Anastasio Molina, el hermano cuatro años mayor de Aniceto. Así que un día de 1951, el joven Anastasio le propuso a su hermano de 12 años que debían de comprarse “un acordeoncito”.



Los dos hermanos trabajaron la tierra por un año para poder comprar el acordeón. Cuando consiguieron el dinero, Anastasio Molina se fue a buscar el instrumento musical encima del lomo de un burro. El viaje hasta la finca El Bálsamo –donde compraron el acordeón– duró todo el día. Anastasio salió desde la mañana, llegó a la tienda al mediodía y volvió a su casa al anochecer. Aniceto asegura que lo esperaba tan ansioso que salió de su casa y fue a encontrarlo en el camino.



—¡Ajá! ¿Y qué? ¿Lo traes? –le preguntó Aniceto a su hermano cuando lo vio venir por la trocha.



—Sí, ¡aquí está! –respondió Anastasio orgulloso y levantando el acordeón en sus manos.



—¡Préstamelo para darle!



En ese instante, a los 12 años de edad, Aniceto Molina asegura que encontró con su destino. Fue cuando, por primera vez, puso sus manos sobre el teclado de un acordeón. Ese momento hubiera sido perfecto de no ser porque no pudo tocar ni una melodía. Ninguno de los dos niños sabía cómo usar el instrumento. Aprendieron a la fuerza y cuando lograron dominarlo comenzaron las parrandas. Las fiestas que duraban noches completas en las fincas vecinas a La Florida. Esos bailes alumbrados con la luz de candil y el ritmo de la cumbia. Ese mismo ritmo, que cinco décadas después, se escucha en este set de un canal salvadoreño.



Aniceto toca su canción “La mariscada”, uno de sus grandes éxitos en El Salvador. “El Tigre Sabanero luce bien a pesar de su neumonía. El estruendo del ritmo colma el estudio de televisión. Los presentadores del programa bailan con la música. La canción termina rápido y el show se va a un corte comercial. Aniceto Molina sale del escenario y se va a sentar al mismo lugar donde estaba antes de la presentación. “La mariscada” solo fue la primera de tres canciones. El colombiano bebe de su botella de agua y luce pensativo.



—¿Cuándo fue que arrancó su larga carrera musical? –se le pregunta a Aniceto Molina, meditabundo.



—Pues fue cuando salí de La Florida… cuando comencé a caminar…



Aniceto Molina sale del set de televisión después de sus presentaciones en directo. Camina al lado de Marlene, su asistente. Son casi las 11 de la mañana. Los otros músicos de la banda guardan los instrumentos en sus respectivas valijas negras. La mayoría son artistas de la costa atlántica de Colombia, y solo hay dos músicos mexicanos. Alguna vez hubo un saxofonista salvadoreño que acompañó a Aniceto en un par de conciertos, pero hace años que no es parte de los Sabaneros.



Los músicos que tocan con Aniceto Molina deben de ser disciplinados. El viejo acordeonero les exige puntualidad, no beber ni una gota de licor 24 horas antes de un concierto, y que su vestimenta siempre se vea impecable durante las presentaciones. Parecen reglas sencillas, pero Aniceto Molina les repite a sus muchachos que él ha visto fracasar a miles de agrupaciones por su falta de profesionalismo. Y el líder de los Sabaneros no maneja toda la disciplina, sino que la delega en Johnny Molina –el único de sus hijos que lo ha acompañado por 25 años y toca el güiro– y su sobrino Edinson Molina.



Ahora, Johnny y Edinson esperan su autobús en uno de los parqueos del canal de televisión. Edinson es la viva imagen de su tío. Johnny es de piel blanca y de cabellera rapada. Ellos dos serán la única familia con quien Aniceto pasará los últimos días del año. Su esposa de toda la vida, la colombiana Carmen Peralta, se quedó en su casa de San Antonio, Texas. Y al cumbiero tampoco lo acompañará otro de sus 13 hijos. Después de más de cinco décadas de carrera musical, Aniceto Molina ha dejado hijos con distintas mujeres en Colombia, Venezuela, México y Estados Unidos. Solo cinco de los 13 son de su esposa Carmen.



“Nunca fuimos una familia unida. Para nosotros, pasar la Navidad y el Año Nuevo separados es algo normal, estamos acostumbrados, mi mamá siempre se queda en casa y mi papá sale en sus giras de conciertos, estos últimos años se la ha pasado aquí en El Salvador”, dirá Johnny Molina antes de una presentación pocos días después de la participación del grupo en el programa “Viva la mañana”.



Las andadas de Aniceto Molina comenzaron al salir de su finca natal. Cuando el acordeonista novel vagó por las calles de Cartagena y otras ciudades del Caribe colombiano en busca de trabajo. En esos primeros años, Aniceto Molina decidió quedarse en la ciudad de Barranquilla y allí comenzó a forjar su carrera de cumbiero. Era la década de los sesenta. El joven iba de bar en bar con su acordeón en el pecho. Fue una época difícil, eran noches enteras en las que Molina no ganaba ni un centavo y tenía que dejar la pensión donde vivía para dormir en los mismos bares. El músico le pedía al dueño de un local que le diera permiso de dormirse en una esquina de su establecimiento. Se sentaba en una silla y se recostaba sobre una mesa.



—Otras veces no tenía ni para comer, solo me compraba un pan y un refresco para todo el día –contará Aniceto unas horas después de su visita al canal de televisión.



Pero en las calles de Barranquilla, Aniceto Molina comenzó a forjar su personalidad. A pesar de todas las complicaciones, el cumbiero no se sentía decepcionado, ni estaba invadido por la tristeza, ni sentía la melancolía de estar lejos de su finca. Él seguía, sin perder su alegría, entonando cumbias fiesteras a pesar de la adversidad. Una esencia que comparte con su público salvadoreño. ¿En qué lugar la gente está más ávida de alegrías que en este país tan vulnerable a desastres naturales y que vive con el vilo de la violencia? ¿Qué tierra está más urgida de olvidarse de sus penas y solo bailar un poco de cumbia?



Aniceto Molina tocaba el acordeón contra la corriente cuando conoció al viejo Aníbal Velásquez, al que todavía considera su maestro. Velásquez era un reconocido acordeonero de Barranquilla –apodado “el Mago del Acordeón”– que logró gran fama en la vecina Venezuela. Aniceto Molina tocaba el cencerro en el grupo de Velásquez y el maestro le enseñaba sus suertes con el acordeón. Esos ritmos que décadas después hipnotizarían a miles de salvadoreños en las pistas de baile y se han transmitido por generaciones.



Mientras Aniceto Molina espera el autobús que lo viene a traer al canal de televisión donde acaba de cantar, un grupo de jovencitas lo rodea en el estacionamiento. Son las postulantes a reinas de belleza en las venideras fiestas de Aguilares. Las chicas lucen acicaladas y listas para su aparición en la televisión nacional. Pero antes, todas quieren abrazar al colombiano y tomarse una fotografía junto a él. Hay quienes dicen que la música de Aniceto solo le gusta a la gente mayor de 50 años, pero estas niñas se ven tan felices como si estuvieran viendo a un ídolo pop. Y Aniceto las abraza gustoso con una gran sonrisa garabateada en el rostro. Las fiestas patronales son el principal escaparate de la cumbia de Aniceto.



El colombiano viaja por todo el país atendiendo el llamado de decenas de alcaldes, que saben que una parranda inolvidable es la mejor forma de mantener su popularidad. “Sí, la gente no perdona si haces una mala fiesta, y algunos pueden ver como un gasto superfluo traer a artistas como Aniceto Molina, pero las fiestas patronales siguen siendo esa fecha que la gente espera todo el año, no se puede salir con cualquier cosa”, asegura Jaime Recinos, alcalde de Cuscatancingo. Y la de Recinos es una opinión generalizada. En octubre de 2007, LPG Datos preguntó a 258 alcaldes del país a qué artista internacional les gustaría traer si tuvieran un presupuesto ilimitado, y la mayoría –el 20.7% –aseguró que sería a Aniceto Molina.



Hay algunos alcaldes que hasta se comprometen públicamente para contratar al acordeonero colombiano. La alcaldesa de Antiguo Cuscatlán, Milagro Navas, suele subirse al escenario cuando Aniceto Molina termina el concierto en su municipio, y le pregunta al público si quiere que se haga lo mismo para el año que viene. La multitud responde que sí y Milagro Navas contrata al cumbiero con un año de anticipación. Según Eventos Premier de El Salvador –representantes del colombiano en el país–, un concierto del acordeonero y sus Sabaneros de Colombia puede estar valorado hasta en $7,500.



El autobús que lleva a Aniceto Molina hasta los municipios más apartados de todo país llega hasta el estacionamiento del canal de televisión. Los músicos comienzan a abordarlo con sus instrumentos en la mano, y Aniceto Molina es el último en subir con su boina puesta. El grupo se dirige a descansar al hospedaje de la 49.ª avenida norte donde se quedan durante su gira de dos meses. El autobús que lleva al cumbiero más popular de El Salvador arranca y se pierde en el tráfico capitalino.



Al “Tigre Sabanero” se le hace agua la boca con la mariscada que la mesera acaba de colocar frente a él. Una espesa crema de mariscos de donde se asoma la cola de una gran langosta. Pero la mariscada no es para el acordeonero sino para su asistente. Aniceto Molina ordenó una pechuga de pollo y arroz. Para cuidar de su salud a sus 73 años, el cumbiero sigue una dieta que le impide comer carne de res y mariscos. Así que lo único que le queda es mirar de reojo la mariscada de su asistente. Ha pasado casi una semana desde su presentación en Telecorporación Salvadoreña, y ahora, Aniceto está sentado frente una mesa de mantel amarillo de un restaurante cerca del redondel Masferrer. Son las 2 de la tarde de un miércoles. El almuerzo ya pasó y el local está vacío de comensales.



—¿Y cómo fue que compuso la canción “La mariscada”? –se le pregunta al viejo Aniceto Molina, mientras comienza a partir la pechuga de pollo con el cuchillo en mano.



—Eso fue por una vez que aterricé en Comalapa y traía una gran hambre, pues el amigo salvadoreño que me fue a traer era un vendedor de discos y me dijo que él le había pagado el colegio a sus hijos por vender tantos discos de Aniceto Molina, y que me iba a invitarme a comer a donde yo quisiera…



—¿Y usted le dijo que lo llevara a comer mariscos?



—¡Pues sí!, y entonces me llevó a la playa El Majagual. Cuando llegamos allá, me sirvieron un plato inmenso de mariscada y yo quedé muy satisfecho con la comida, tanto que después nació la canción…



Las manos de Aniceto Molina tiemblan mientras corta la pechuga de pollo. Parece el mal de Parkinson pero el cumbiero niega que ese sea su padecimiento. Dice que es un mal hereditario. Marlene Pichinte, su asistente, le pregunta si necesita ayuda para cortar el pollo, pero él asegura poder solo con la tarea. En los casi 20 años que Aniceto ha sufrido el temblor de sus manos, el colombiano nunca ha dejado de tocar el acordeón con su impecable digitación. Arriba del escenario, Aniceto Molina cambia la actitud sosegada –que muestra este día en el restaurante – y se vuelve el centro de la fiesta. Baila con el ritmo de la “Cumbia sampuesana”, saluda al público con elocuencia y se carcajea desaforadamente. La gente goza con sus canciones con doble sentido, como “El peluquero” o “El gallo mojao”.



Mientras come su almuerzo, Aniceto Molina asegura que sus letras con doble sentido nacen de la alegría y el humor que trata de llevar a su música. La alegría que siempre lo ha acompañado en una vida errante que le ha alcanzado para grabar 49 discos. Pero sin duda una gran fuente de inspiración son todas las parrandas que tuvo cuando se mudó de Barranquilla a la ciudad de Valledupar, cuna del vallenato. En Valledupar, Aniceto Molina vivió por dos años en la casa del legendario músico Emiliano Zuleta Baquero –el viejo Mile– y su esposa Carmen Díaz. La leyenda de Emiliano Zuleta creció con la composición de la canción “La gota fría”. Aniceto era buen amigo con los dos hijos del viejo Mile, Emiliano y Alfonso.



—Con Emilianito amanecíamos bebiendo ron y tocando el acordeón, terminaba la parranda y nos íbamos a la casa de alguien para seguir en fiesta –recuerda Aniceto Molina casi 40 años después.



En inolvidables fiestas con las leyendas vallenatas, como Nicolás “Colacho” Mendoza y Rafael “el Maestro” Escalona, fue que Aniceto Molina aprendió sobre cómo seducir a la gente con música. “El Tigre Sabanero” pasó seis años viviendo en Valledupar. Después, partiría a Venezuela en su primera experiencia fuera de Colombia. Aunque la gira no fue para nada glamourosa. Un promotor de Maracaibo hizo entrar a Aniceto Molina de manera ilegal a suelo venezolano. El grupo musical iba sorteando las postas de la guardia bolivariana haciendo conciertos gratuitos para los agentes.



—Entramos mojaos y así mojaos permanecimos por unos años, hasta que nos agarraron y nos deportaron a Colombia –dice Aniceto poniendo las dos manos sobre la mesa en donde come.



Pero el éxito todavía le era esquivo a Aniceto Molina. Y fue hasta volver a Colombia que tuvo su momento de triunfo. Todo ocurrió por una canción titulada “Así soy yo”, que fue su trampolín al profesionalismo. Después vinieron sus giras por Estados Unidos y México con los afamados Corraleros del Majagual. Sus cumbias tuvieron tan grato recibimiento del público mexicano que Aniceto decidió quedarse en la Ciudad de México. Allí vivió casi una década hasta que se mudó con toda su familia a su actual casa en la ciudad San Antonio, Texas. La canción con la que triunfó en Norteamérica fue la de “Josefina”.



Josefina…



puso un baile cuando ella vivía en la sierra,



y yo ahora vengo a contarles la historia de las parejas. Toditas tenían apodo



Miren qué casualidad



La que bailaba con Polo le dicen Pata Gandai



La que bailaba con Juan le dicen Boca de Caimán



La que bailaba con Nacho le dicen Cara de Cacho



La que bailaba con Toño le dicen Nariz de Moño



La que iba con Fortunato le dicen Cara de Gato



La que andaba con Ramón le dicen Cara de Camión



La que andaba con Miguel le dicen Boca de Carriel



La que andaba con Angulo le dicen Cara de Cu….



Culebra Cascabel, Culebra Cascabel



Aniceto vivía en Estados Unidos cuando alguien le dijo que Josefina era una canción obligada en todos los bailongos en El Salvador. Que todos gozaban escuchando la letra. No pasó mucho para que una radio de San Miguel le pidiera a Aniceto Molina realizar algunos conciertos en el país. Eran los principios de los ochenta, y desde entonces, Aniceto Molina nunca dejó de venir. “Yo considero a El Salvador como mi segundo país, desde que vengo la gente me da todo su cariño, El Salvador se parece mucho a Colombia y la gente aquí es de ambiente, hay otros países donde toco y pueden ser más de 1,000 pero no hacen una parranda como 500 salvadoreños”, dice Aniceto Molina, mientras da los últimos bocados a su almuerzo.



Pero los conciertos de Aniceto Molina en El Salvador no son alegría para todos. La Asociación de Grupos y Orquestas Salvadoreños (AGOSAR) ya se ha quejado públicamente por la gira del cumbiero en el país. “No tenemos nada personal en contra de don Aniceto Molina, pero los artistas internacionales están desplazando cada vez más a los artistas locales. Orquestas como la de Marito Rivera o los Hermanos Flores tienen cada vez menos contrataciones para fiestas patronales. Ahora hacen solo el 20% de los toques de hace cuatro años, esto no puede seguir así”, planteó Silvia de Bonilla, presidenta de AGOSAR.



Aniceto Molina sabe de la incomodidad de los artistas nacionales por su presencia en el país entre diciembre y enero. Justo cuando hay más fiestas patronales en todo el país. Pero se limita a decir que si un músico es bueno lo contratan, de lo contrario significaría que “necesitan trabajar más en su música”.



Noche de cumbia en el Centro Internacional de Ferias y Convenciones (CIFCO). Un hotel ha organizado una gran cena bailable en un hermético pabellón con aire acondicionado. Todos los asistentes lucen trajeados para la ocasión. La presentación estelar de la noche será “el Tigre Sabanero”. Pero antes de salir al escenario, Aniceto Molina descansa en el autobús de su gira. Los demás miembros del grupo ya bajaron del vehículo y él se ha quedado solo. Son alrededor de las 10 de la noche. El acordeonero lleva un traje de líneas rojas que parecen dibujar flores. Aniceto todavía está un poco afónico por la neumonía que lo aqueja.



El acordeonero ensaya sus gritos más comunes con tranquilidad: ¡Sí, sí, sí! ¡No, no, no! Aniceto tiene pocos momentos como este cuando visita El Salvador. Siempre hay alguien que quiere un autógrafo, que quiere fotografiarse junto a él o preguntarle si en realidad vive en San Miguel. Algunos hombres se acercan al autobús para decirle que su música los hizo conquistar a la que sería su esposa en medio de un baile patronal. Y el acordeonista siempre los atiende, escucha lo que tienen que decir, se deja tomar todas las fotos que quieren y desmiente que haya vivido en el oriente salvadoreño.



—Yo nunca he vivido en San Miguel, eso se lo inventaron porque la gira más larga que hice en el país fue de cuatro meses y nos hospedamos en un hotel de San Miguel –dice Aniceto, sentado en un asiento del bus.



“El Tigre Sabanero” se ve tan calmado que parece un abuelo que en pocos minutos se irá a la cama. En lugar de eso, en unos pocos minutos, bajará de este autobús, caminará hasta el escenario de la mano de su asistente y se pondrá su acordeón rojo en el pecho. Comenzará su concierto gritando: “¡Y dice! … ¡puro movimiento de cadera, negra!” El público salvadoreño rugirá por enésima vez por esa línea que tiene un acento tan caribeño. Casi todos se levantarán de sus sillas para ir a gastar sus suelas en la pista de baile.



Entre los que bailan en el concierto habrá gente de Sonsonate, Antiguo Cuscatlán, Cojutepeque, San Miguel, La Unión, Soyapango, Quezaltepeque y varios salvadoreños que vienen desde Estados Unidos con el pretexto de la fiesta. Todos caerán hipnotizados por el sonido del acordeón de Aniceto Molina. Y la noche se sentirá corta.