"Algún día voy a estar allá arriba..."
Fredycampos
Fredycampos
Cuando en la segunda mitad de los sesenta se anunció al mundo la construcción de las Torres Gemelas en Nueva York, yo las puse en la lista de edificios a los que un día iba a subir a sus cúspides. Siendo yo el más pobre de mis compañeros de colegio, éstos solo se sonrieron, me desearon buena suerte y alguno exclamó: "Este pobre tamba está loco..."
Cuando en 1977 yo leía la gran proeza que en 1974 había realizado el equilibrista francés Philippe Petit en las ahora ya mundialmente famosas torres, que terminó en la cárcel por haberse escamoteado burlando todos los mecanismos de seguridad, instalando un cable de terraza a terraza, y había caminado y hasta corrido, en la cuerda ante el asombro de cientos de neoyorquinos y luego la admiración y el respeto del mundo, entonces estas maravillas de la arquitectura humana se me metieron entre ceja y ceja y mi convencimiento de que las iba a subir se convirtió en obsesión.
"Un día las voy a ver y me las voy a escalar!" pensaba para mi sino, sin saber a qué me atenía porque en aquellos años yo era un pobre estudiante pobre, con un carro desvencijado que andaba empujando en todo San Salvador porque nunca sabía cuándo se me iba a quedar sin gasolina ya que no le servía nada. Todo le sonaba, menos el pito..
Cuando en enero de 1985 ya hecho un Visiting Assistan Professor de la Universidad de Iowa, yo tuve una vacación de varios días, se dio la oportunidad. Mi mujer y yo tomamos un bus de de Iowa City a New York, en la estación de la famosa compañía Greyhound, y dos días más tarde, estabamos pisando suelo neoyorkino por primera vez en nuestras vidas, y a eso de las dos de la mañana emergíamos de la estación Greyhound de la Octava Avenida de la ciudad de Nueva York. Atónito ante el espectacular paisaje urbano, saludé a gritos la ciudad a lo que nadie hizo vela pues locos gritones son comunes en la Babel de Hierro.
Nos esperaban mi inolvidable amigo Ramón (QEPD), y mi cuñada Imelda. Al día siguiente, amaneció y no amaneció, y nos fuimos para Manhattan (ellos vivían en Brooklin en esos días), a visitar las torres, las majestades que por tres décadas fueron el símbolo del poder de la ciudad más hermosa del mundo. Al alcanzar el piso hasta donde era permitodo llegar a turistas, recordé con alegría y sin asomo de vanidad a mis compañeros escépticos de colegio.
A diez años de su destrucción sin sentido, les rindo de nuevo mis respetos, y a sus constructores mis agradecimientos por haberle legado al mundo un monumento histórico invaluable. Se fueron las torres pero el indómito espíritu humano sobrevive, y de sus escombros ya se están levantando nuevos monumentos, que, por supuesto yo voy a escalar, si los terminan antes de que me vaya del barrio☼
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