Me aseguré de llevar a mi hija, que a la época contaba quizás con unos tres añitos, mi intención era que ella fuera bendecida por el mundialmente respetado Arzobispo, su bendición equivaldría para mí a la bendición del mismo Papa.
Llegamos temprano a la iglesia para no perdernos un minuto del privilegio de estar en el entorno de Monseñor Romero. Puntualísimo como era su costumbre, llegó a la cita con su feligresía que, rompiendo un poco la etiqueta eclesiástica, lo recibió con un aplauso, que el prelado agradeció con gesto de humildad: bajando la frente suavemente y con su acostumbrada sonrisa semi dibujada en sus labios.
Fue una noche alegre, a pesar de que se conmemoraba el asesinato de uno de sus hijos, el padre Navarro Oviedo, que había sido perpetrado por miembros de la infame mano blanca, casi en plena luz del día. Un acto cobarde que más tarde se convertiría en el pan de cada día en El Salvador, pero la noche fue alegre porque Monseñor Romero así hizo que se sintiera.
En aquella corta pero sustanciosa homilía, el inolvidable santo habló del valor del jóven sacerdote martirizado por los criminales de siempre, en su casa allí mismo en la Miramonte; dejó claro que en cada sacerdote que asesinaban, era como volver a crucificar a Cristo y cómo volver a crucificar a Cristo significaba salvación incluso para los mismos asesinos.
Como era su costumbre, al terminar la misa, platicó con la feligresía. Parecía que Monseñor Romero disfrutaba estar enmedio de sus ovejas, platicando los temas que a la gente del pueblo le interesaban.
Fue entonces que me le acerqué lo más que pude, levanté a mi hija pidiéndole: "Monseñor, me quisiera bendecir a mi hija por favor...!"
Con una dulce sonrisa me respondió: "Claro, con mucho gusto, cómo se llama esta gordita?". Acarició con sus inmaculadas manos el cabello de mi niña, la vio directamente a sus ojos, y haciendo la señal de la cruz frente a su carita sentenció: "Que Dios te bendiga hijita..."
Aquel momento marcó un hito en la vida de mi hija, quien ahora es una persona adulta de mucho éxito en la vida.
Aquella noche yo no me había confesado pero comulgué. Quizás había roto una regla canónica pero "era oportunidad única de recibir la Eucaristía de manos de un santo", pensé, y no me equivoqué, ni me arrepiento.
Tiempo más tarde una bala traspasó lo más tierno que tenía Monseñor Romero: su corazón. Fue el 24 de marzo de 1980.
Hoy hace 28 años de que volvieron a asesinar a Cristo en El Salvador.
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