Aniceto Porsisoca decía que en lugar de café tomaba amarillo. Que no por mucho madrugar te aumentan el sueldo. Que el conservatorio es el lugar donde hacen las conservas de coco. Que las majas son las mujeres de los majes. Que uno de cipote es tonto. Y que la memoria de los salvadoreños es tan mala que de noche muchos encienden cerillos para ver si la vela se ha apagado.

Si se revisan los periódicos del 10 de junio de 1993 algunas de sus páginas están salpicadas de esquelas. Una dice: “Por primera vez nos hace llorar”. Otra pide algo: “¡Que lo entierren en Cujucuyo!” Una más explica que el alma campechana del pueblo salvadoreño se inmortalizó en su figura frágil. El recuerdo de sus puntadas, de su caminar saltarín hacía ver lo bueno y lo gracioso de la vida.

Entonces los salvadoreños hablaban de un campesino pelo de rancho, peche, vivaracho y con una enorme sonrisa de mazorca mal desgranada. Hablaban de Aniceto Porsisoca, el álter ego de Carlos Álvarez Pineda.

Carlos Álvarez vivió en muchos lugares. Viajó a muchos lugares. Pero su última casa fue una llamada El Pinar, de estilo colonial y encumbrada en Los Planes de Renderos, al sur de San Salvador. Un caos de bambú y árboles parece a punto de devorarla. Su última esposa, Leonor, a la que él llamaba la “Chinita Capuchilinda”, y dos de sus hijos, Carlos y Andrés, aún viven aquí. Estuvieron casados más de 20 años. Ahora ella tiene 63 años y una pared de la que cuelgan muchos reconocimientos metálicos pero que empiezan a brillar menos por el óxido. De la misma pared cuelga una célebre camisa a cuadros y una matata que dice Aniceto en diagonal. Leonor trata de resumir.

—Aniceto era tan jovial como Carlos. Ambos eran astutos, pero jamás fueron chabacanes para ganar risas.

Mientras Leonor saca una torre de libros, álbumes fotográficos y papeles, comenta que el humor de Aniceto era tan blanco como su mascota: Huracán, un chucho de pura estirpe indefinida. El can era tan paradójico que cuando él le decía ¡Ataque, Huracán! al chucho lo que le daba era un ataque de epilepsia.

Hasta en las fotografías Carlos Álvarez, no Aniceto, era un chiste. Con una guayabera que le venía casi tan grande como a Aniceto sus jeans remendados, parece darle churritos a un canguro en Australia. Le tira nieve a alguien en Edmonton, Canadá. Y posa bajo el obelisco de Washington. En otra fotografía, una color sepia, posa y ríe junto a su compadre sonsonateco, Paco Medina Funes, rodeados de una muchedumbre que parece a punto de orinarse de risa. Paco era un famoso locutor. Mucho más alto y bronceado que él. Juntos formaron, por más de 40 años, un dueto cómico al estilo de Benitín y Eneas.


Cuando los primeros televisores se encendieron en El Salvador, Aniceto y Paco estaban ya ahí dentro. Un grueso libro que dice “El Show de Aniceto” reúne los sketches de ese programa cómico pionero. Se emitía en San Salvador desde los estudios de YSU televisión, Canal 4, uno de los primeros canales del país y aún ajeno a la actual Telecorporación Salvadoreña. El primer programa televisivo de Aniceto debió de tener buena audiencia, porque los sketches tienen fechas desde 1958 a 1963. Al igual que el comediante mexicano Roberto Gómez Bolaños “Chespirito”, Carlos Álvarez tenía el mérito de producir, dirigir y actuar.

El elenco de “El Show de Aniceto” incluía al actor y locutor de radionovelas Rey Ávila. Aniceto lo bautizó como El Chele. Ambos, en la rebusca, la hacían de todo y de nada, de albañil, carpintero, oficinista, mecánico, vendedor... El Chele Ávila preguntaba a Aniceto que cómo le va en la escuela.

—Ah, requetebién mire, ayer nos examinamos... Saqué 10 en todas las materias.
—¿10 en todas las materias? ¡Magnífico! Veamos...

—Aquí está, mire: matemáticas, dos; ciencias naturales, dos: ciencias sociales, dos; castellano, dos; y lectura, dos... Total: ¡diez!

Los chascarrillos o puntadas como la anterior siguieron en otros libros de sketches titulados “Oficina para todos”, en torno a 1970. Este show era parte de la programación de YSR TV, Canal 2. Aniceto interpretaba al ayudante de un ejecutivo, su compa, Paco Medina Funes, a quien timaba cientos de veces.

En un sketch de 1968, Aniceto dijo que solo los maleantes usan “peche Trini” o puñal. En el argot contemporáneo así llaman a las cuchillas. Pero Peche Trini es por alguien. Aniceto, el personaje, decía que era su esposa y que era tan delgada que si se tirara en paracaídas en vez de agarrar para abajo agarraría para arriba. Ambos vivían en Cujucuyo, el cantón de Texistepeque que se volvió poema.

A inicios de los setenta se publicaron “Las Puesiyas de Aniceto”, y para muchos salvadoreños fue novedad que Carlos Álvarez tuviera ángulos literarios. En el prólogo, él niega que sea un libro de poemas, sino solo un “folleto” poco pretencioso. En 14 versos, Aniceto hacía una crítica fina e hilarante de las costumbres salvadoreñas. Llamaba zángana a la Semana Santa. Hablaba de mesones y hacinamientos, del hambre del campesino, de la Peche Trini, del fútbol, y hasta de los que emigran a Estados Unidos:

“Es bonita la ciudá... ¡Hay tantas cosas que ver! Pero, créemelo hermano, me está jodiendo el gusanito de volver. Tengo el ombligo enterrado en mi valle: Cujucuyo. Y no me voy de regreso porque soy un indio de esos al que domina el orgullo. ¡Qué tal si llego quemado, igual, enseñando el cuero! ¡Contando que fui gerente y llegue a saber la gente que trabajé de cholero!

Para entonces, ya sabía qué era emigrar. En un viejo documento escribió: “En 1957 obtuve la residencia de los Estados Unidos, fui, añoré mi tierra y mi familia, regresé”. Como sabía inglés tomó clases de radio y televisión en Los Ángeles, pero trabajó dando clases de español a los “norte-ameri-gringos”. Como contraste, Aniceto decía que la frase en latín “Mens sana in corpore sano” era inglés y que las erres y las jotas se tildan.


Antes de despedirse, Leonor junto a su hijo Carlos –de 31 años y al que apodan Anicetío por su parecido– entrega copias de cartas y publicaciones de Carlos Álvarez. Entre los muchos papeles sobresale uno que pide viajar a Santa Ana.

Es una hoja de vida escrita con su puño y letra se lee: “Nací en la ciudad de Santa Ana –barrio Santa Lucía– el 24 de febrero de 1928. (Soy 22 años mayor que la cerveza Pílsener)”. Más abajo describe que era hijo de Francisco Álvarez y Dionisia Pineda (la famosa Mamá Nicha de Aniceto) “Mi padre falleció –irónicamente– a las 11:45 p.m. del 31 de diciembre de 1944. Había Ley Marcial y no pudimos hacer nada ni siquiera con los vecinos del mesón El Bosque, donde habitábamos siete personas en cada habitación. Recuerdo con gratitud que el dueño del mesón, a partir de la muerte de mi padre, durante un año no nos cobró la renta”. Ese fin de año Carlos Álvarez, el mayor de siete hermanos, tenía 16 años.

Dos de sus hermanas residen cerca del estadio santaneco Óscar Quiteño: Teresa y Lidia. La primera sentencia en su casa, un tanto molesta, que no tiene objetos personales de Aniceto. Que prestó todas sus fotos y recuerdos a varios periodistas y que nunca se los devolvieron. Que lo mejor es ir donde Lidia, la hermana menor, que ella incluso actuó con él durante la primera mitad de la década de los ochenta, en un programa de televisión llamado “Las puntadas de Aniceto”.

Desde una casa de esquina, casi en las afueras de Santa Ana, Lidia agita las manos. Tiene cabellos coloreados de rubio y gafas con fotogray. Conserva algo del humor de su hermano. Pero a ratos se pone seria. Se lamenta de que se publiquen en las calles la edición pirata de “Las puesiyas de Aniceto”. Se queja de que en “YouTube” exhiban programas de Aniceto sin tener derechos de autor. Y señala que la gente inventa cosas, que no distinguen qué es realidad y qué puro caramelo. Por ejemplo, no es cierto que la familia Álvarez sea originaria del cantón Cujucuyo. Y tampoco que Aniceto anduvo actuando de cantón en cantón para que, con su aspecto, le fuera fácil obtener donativos en forma de gallinas, crema o elotes.

Lidia parece tener razón. Porque en algunas biografías de internet a Carlos Álvarez le endosan el título de Hijo Meritísimo de El Salvador, algo que la Asamblea nunca le otorgó. Los diputados lo que le dieron en 1989 fue un reconocimiento “por servicios prestados a la patria, dentro y fuera del país” y una pensión vitalicia de 1,500 colones mensuales que solo le duró tres años. Era vitalicia.


Según los datos de su hermana Lidia y otros sacados de varias entrevistas, Carlos Álvarez trabajó de muchas cosas antes de vivir de Aniceto. A la muerte de su padre, a los 16 años, fue colaborador de la delegación escolar de la alcaldía santaneca. Luego se hizo inspector de escuelas. En 1950, a los 22 años, se convirtió en maestro titulado en la Normal de Profesores. Un año después lo nombraron director de una escuela de la ciudad. Luego fue secretario privado del alcalde de turno en 1953. Luego, acomodador de cine; decía que ganaba “un sueldazo” de 18 colones al mes. Incursionó en un grupo de teatro llamado Renacimiento donde hasta hacía números de magia.

La hermana dice que soñaba con ser médico. Estudió dos años esa carrera. Pero en su búsqueda personal pesó más el lado artístico. En 1960 se graduó, becado, en ciudad de México como licenciado en Producción, Dirección y Relaciones Públicas de la Columbia College Panamericano, una institución recién creada por iniciativa de Emilio Azcárraga Vidaurreta, el magnate mexicano que fundó Televisa.

—Cuando mi hermano vivía en México conoció a muchos artistas y comediantes, como Cantinflas. Pero con quien se quería mucho era con Gaspar Henaine, Capulina. Incluso llevó a mi mamá a conocerlo. Y sí, tuvo un pequeño romance en 1960 con la cantante Lola Beltrán.

Aniceto tenía razón al mencionar que “este físico me compromete”, porque su debilidad eran las mujeres. ¿O sería al revés? Un amigo de infancia, Alejandro Galeano, que ahora es pastor en Miami, dice que cuando era adolescente le escribía versos a sus cipotas: a Carmen, a Alicia, a Rosa, a Elba, a Yolanda y a Chabelita. Era tan “enamorado” que parecía huérfano, porque entre sus dedos huesudos pulsaba la guitarra y susurraba: ¡La quiero!


Lidia trata de resumir a su hermano. Dice que le gustaba comer pescado del centro para la cabeza. Que hubo paquines de Aniceto. Que era amigo de Pancho Lara, el autor de “El Carbonero”. Que fue atropellado dos veces. Que ganaba tres veces más actuando en el extranjero, para los hermanos lejanos, que para la televisión. Que conoció Suramérica, Tokio y Manila. Que escribió una canción llamada “Mi vaca y el toro gringo” para el famoso músico nacional Paquito Palaviccini. Que...

Lejos de la casa de Lidia, cerca de la catedral, espera Arnoldo Ochoa. Es un comediante que trabaja en la Casa de la Cultura. Dice que lo conocía desde antes de 1980, cuando él tenía una agencia de representación de artistas llamada “Producciones Alpine”. Cree que Aniceto fue parte de la época de oro de la radio salvadoreña casi por accidente.

Mientras ejercía como maestro en 1948, Carlos Álvarez colaboró en la radio santaneca YSDR La Voz del Trópico, declamando poesía y leyendo cuentos infantiles. Paco Medina Funes, su compa, trabajaba ahí también. Un día en la radio había alboroto porque un cómico mexicano, Manolo Noriega, se había demorado en arribar al estudio. Y había una multitud dentro esperándolo impaciente. Entonces Carlos Álvarez ofreció vestirse de indígena –dijo que se llamaría Aniceto– para entretener al público. Paco, que sabía que se vestía de un gracioso indígena en la escuela donde trabajaba, le dijo:

—Ni modo, Aniceto por si soca.

Carlos Álvarez explicaba que ese fue el nacimiento de Aniceto Por-si-soca. Que aquel público le aplaudió su improvisado repertorio cómico, pero que al llegar Manolo Noriega la atención se fue a él. Decía que, para su sorpresa, poco tiempo después fue contratado en la misma radio –pero en la sede central, en la capital– para interpretar a Aniceto junto a su compadre.

En una nota de La Prensa Gráfica del 27 de junio de 1952 Aniceto es ya descrito como un célebre cómico santaneco: “Aniceto Por Si Soca –personaje de sabor criollo– es el favorito de los radioescuchas de Occidente y del país por sus geniales interpretaciones del indio. Su más brillante actuación ha sido en Casa Presidencial, donde actuó ante el presidente teniente coronel Óscar Osorio obteniendo un resonante triunfo”.

Arnoldo se une a lo que parece una eterna discusión: si el humor de Aniceto, el de antes, es mejor que el de ahora. Él dice que el humor es una expresión de inteligencia, y que ahora no hay comediantes, sino vulgares y que ser vulgar es fácil. Otro matiz tiene Geovani Galeas, periodista y crítico cultural. Él describió en 2004 que en las últimas décadas El Salvador solo ha contado con dos referentes genuinos del humor popular: Aniceto y la moderna Tenchis, de Julio Yúdice. Que ambos personajes emergieron de la calle, de las entrañas profundas del pueblo.

Arnoldo asegura que Aniceto logró “equidad de risa”, en pobres y ricos, durante décadas. Que muchas familias pobres de todo el país pagaron 5 centavos para poder verlo en televisor ajeno. Y otras, adineradas como los Meza Ayau, Kriete y Belismelis reían con él y lo apoyaban.

En consonancia de lo anterior, Lidia mencionó que Aniceto por muchos años recibía de la familia Kriete vuelos de Taca gratuitos. La embotelladora La Constancia, de los Meza Ayau, patrocinaba eventos de Alpine y salpicaba con anuncios la irreverente revista de Aniceto: La Guillotina, que se publicaba unas tres veces por año y que en lugar de editorial tenía “idiotorial”. Los artículos aparecían firmados por chuchos o por columnistas con apellidos como Youkefrit (yuca frita).

Aniceto se convirtió en imagen de todo. Por radio o televisión hablaba de zapatos Adoc, del licor Tic Tac, de la Fabril de Aceites, de Coca-Cola, Ópticas Mixco-Pinto. Por ejemplo, en la radio, Aniceto anunciaba “Las botas Colibrí de Icantecu, son bonitas, Chele. ¡Son elegantes! Y lo mejor de todo es que se pueden reencauchar”. En televisión aparecían las imágenes de una ferretería y alguien diciendo que “el que cuida su bolsillo confía en Murillo”, seguido de Aniceto con vaso en mano: “¡Y lo mejor es que le regalan su vasito de agua helada... Yo te lo dije, Chele”.


Dicen que en Cujucuyo, un cantón para nada mitológico, hay una escuela llamada Carlos Álvarez Pineda, porque fue él quien puso al cantón en el mapa nacional. En Santa Ana entera –la cuna de Carlos Álvarez– no existe una escuela privada o redondel con su nombre, como sí sucede en San Salvador. Al alcalde saliente Orlando Mena le pidieron desde 2003 que nombrara Aniceto Porsisoca una calle o un parque. Frente a cámaras dijo lo que para algunos suena cómico: “Los artistas merecen ese tipo de reconocimientos, que lo den por hecho, no hay ningún inconveniente”.

A unos 14 kilómetros al norte de Santa Ana aparece Cujucuyo. Es un chorizo de casas, en medio de un valle tan árido que la sombra la brindan unos retorcidos árboles que no tienen hojas sino jocotes. Unas señoras dicen que la escuela se llamó así hace añales. Pero ahora tiene apellido Acevedo, el de un personaje local que donó fondos para unas mejoras.

Como ocurre en otros lugares del país, en Cujucuyo los más jóvenes ya no saben quién es Aniceto Porsisoca. En cambio, los mayores sí, y hablan de la Peche Trini. Una señora de 80 años que, de cipota, tuvo en verdad algún tipo de devaneo con Carlos Álvarez. Vive en la sección más pobre del empobrecido poblado. Se llama Trinidad Flores. Es delgada, de facciones finas; ojos y cabellos claros. Debió ser guapa. Ante su esposo, un yerno y varios nietos que no dejan de sonreír, ella escapa a decir que Carlos estaba cipotón cuando vino, en carreta, a Cujucuyo con un tal Esteban. Y que ella trabajaba en una hacienda cercana cuando lo conoció.

—Sí, soy la Peche Trini. Si él allí andaba con otros profesores. Era bromista. Mi mamá lo quería mucho, y hasta le hacía comida y le lavaba ropa –recuerda con humildad Trinidad.

Se enteró de que era “un poco famosa” por rumor y ya tarde, porque en Cujucuyo las noticias llegan tarde y siempre saben a novedad. Cierto o no, el que siempre fue peche es Carlos Álvarez. Nunca engordó. Así lo atestigua Arístides Alfaro “Chirajito” –el payaso–, quien añade que él, su gran chero de giras artísticas, murió dos veces.

Chirajito dice que alrededor de 1986 le dijeron: “El Salvador está de luto, papá”. Preguntó el porqué. Y le respondieron que había muerto Aniceto Porsisoca. De inmediato se encaminó al centro de San Salvador, a un bar del Portal La Dalia, donde se congregaba el gremio de artistas.

—Allí estaba don Carlitos con un su traguito, me contó que la cosa era que en TCS concluyeron su programa de televisión, que por eso Aniceto había muerto.

Pero Chirajito asegura que “lo que lo jodió fue el cigarro”, porque Carlos Álvarez aspiraba cigarros todo el tiempo: para mecanografiar sketches en un santiamén o para conversar. Que a inicios de los noventa él seguía haciendo reír disfrazando con Aniceto un diagnóstico de cáncer en la garganta.

Dos años antes de su masivo sepelio en Santa Ana, Carlos Álvarez anotó en su hoja de vida, escrita a mano: “Ya puedo morir en paz”. En 1991 la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington lo homenajeó “por haber llevado alegría por más de 40 años a los hogares salvadoreños y haber traspasado las fronteras”. Estaba contento porque la OEA había homenajeado, años atrás, de la misma forma a Cantinflas y al también actor mexicano Pedro Vargas.


En la actualidad, basta un breve sondeo para medir lo que Aniceto Porsisoca significa. Muchos dicen que se ha convertido en una estampa nacional, algo así como lo es el Izalco o el Tazumal. Otros dicen que fue al revés, que le imprimió su faz a El Salvador y lo nombró “el país de la sonrisa”. Otros lo ven pegándole a un tambor repitiendo que ¡Dios no existe! hasta que le cae un rayo cerca de los pies: ¡Pero no tiene pulso! Otros dicen que es el Cantinflas salvadoreño. Y otros, los más jóvenes, con el perdón de una sonrisa, dicen que no saben de él, que uno de cipote es tonto, que cualquiera comete errores de juventud.

Y hay otros que se aferran a lo que vieron en televisión y oyeron en radio. De los que dicen que Carlos Álvarez Pineda, Aniceto Porsisoca, era un hombre sencillo, sin pretensiones de ser el mejor comediante, aunque lo era. Al César, lo que es del César, y a Dios... que te vaya bien.