Yo lo vi luchar. Aquella noche de sábado en los sesenta, la Arena Metropolitana de San Salvador estaba a reventar, porque se enfrentaban en una lucha de relevos el Santo y el Olímpico contra el Espanto I y el Bucanero. La batalla fue a muerte. Santo casi le arranca la máscara al Espanto en un lance que tenía más de infernal que de deportivo, estos dos venían odiándose desde México y habían decidido dirimir sus diferencias en El Salvador.
En el medio dos salvadoreños, el técnico, el Olímpico, uno de los más finos pancracistas que vio el continente latinoamericano, que adquirió categoría mundial por haber desarrollado sus talentos en el México de los cincuenta, época en la que Salvador Luteroth revolucionó el deporte de las voladoras.
Y en lado de los malditos, acompañaba al Espanto nada menos que el Bucanero, un talento que con la misma facilidad pasaba de limpio rudo brillando en ambas categorías; que fue el creador de una llave a la que él bautizó como el Martinete, que según es fama, quienes quienes la sufrían llegaban a la antesala de la muerte.
Esa lucha fue suspendida en la tercera caída por un golpe que recibió el Olímpico en el cráneo al no haber tenido tiempo de resortear una sacada del ring del Bucanero. El técnico fue conducido por paramédicos al hospital. La lucha se dio por empatada y no se podía pedir más, el público recibió en abundancia lo que quería por lo que había pagado.
La lucha se declaró empatada, pero en la Arena Metropolitana hubo un ganador: yo, Fredycampos, que en éxtasis presencié una verdadera epopeya en el cuadrilátero, epopeya que valió la pena la tunda que me pegó mi madre por haber llegado tarde a casa.
Luego ya no volví a saber nada del Olímpico. Como muchos de los salvadoreños que crecimos en los sesenta, yo también me preguntaba que habría sido de la vida de uno de los más icónicos atletas salvadoreños. En eso me fui a buscar "online" y me hallé este interesante artículo que decido compartir.
Aquí nos damos cuenta que, hasta el 2009, vivía en Philadelphia, Pennsylvania; que se retiró de la lucha libre profesional mediante un sabio razonamiento, y que además de luchador fue un actor que dobló a su amigo el Santo en muchas de sus películas.
Aquí la nota sobre Joaquín Rivera, el Olímpico.
Filadelfia en los años setenta en una tarde de lucha libre. La arena
está llena, los hispanos aclaman a sus ídolos, entre luces y gritos
comienza la contienda de los técnicos y los rudos, es decir, los buenos
contra los malos. Los primeros son enmascarados y los otros muestran su
rostro.
Pero de los días del Santo, Blue Demon, Mil Máscaras y otros ídolos
de antaño sólo han quedado recuerdos en el corazón de quienes lo
vivieron.
El norte Filadelfia guarda uno de esos secretos. Una historia que no
se ha contado salvo entre un círculo pequeño de vecinos de “Olímpico”,
un ex luchador de 74 años que peleó con los grandes a nivel
internacional
Joaquín Rivera, su verdadero nombre, es un salvadoreño que representó
a México en las Olimpiadas del 1964 en Japón. Luchó juntó con las
leyendas mexicanas y latinos famosos como Antonio Roca y Víctor Rivera.
De los viajes con luminarias, el glamour y la fama solo queda el
nombre de “Olímpico” escrito con luces de neón colgado en su modesto bar
en la esquina de las calles Fairhill y Lehigh. Allí él está “pelado” y
dando otra la lucha, ya sin la fama de antes.
Camina cansado, sus ojos reflejan tranquilidad y cuando comienza con
el relato de su vida, la mirada se ve perdida, como si estuviera mirando
a su público desde el cuadrilátero, casi como si escuchara en coro las
ovaciones: “Olímpico, Olímpico...”
En su barra, bajo la luz roja que envuelve el cuarto y la música de
una rocola que intercala corridos y salsa, una decena de clientes beben
cerveza a mediodía mientras “Olímpico” desempolva sus memorias escritas
en papeles amarillentos.
Rivera cuenta que nació en El Aguacate en 1936, hijo de una muchacha humilde que se embarazó de su patrón.
Siempre le gustó el estudio, y a los 17 años se ganó una beca para
estudiar Contaduría y Leyes en la Universidad Autónoma de México (UNAM),
en donde comenzó a luchar como parte de las actividades extra
curriculares.
“En México nací como todo”
El fundador de la lucha en México, Salvador Luterot, lo descubrió en
los años cincuenta y lo llevó a la escuela del famoso profesor Pablo
Carmona, de donde salieron estrellas como Rodolfo Guzmán Huerta “El
Santo” y otras luminarias de la lucha.
“Entrábamos muchos, pero pocos salíamos, tenías que ser bueno y yo lo
era, especialmente mi patada voladora, era preciosa”, recuerda.
En la escuela de la ciudad de León, Guanajuato, le pusieron el
sobrenombre de “Olímpico”. “Me gustó mucho porque se oye limpio, digno
de un atleta”, dijo Rivera
Hispanos entran y salen del bar, lo saludan, ellos saben su historia, la ciudad no.
“Mi primera pelea como profesional fue en la Arena México en 1958
contra El bello Califo, le gané y de ahí me fui pa’rriba (sic)”.
Después peleó en contra de Ray Mendoza, campeón mundial y empataron,
fue entonces cuando Olímpico logró fama y comenzó a hacer doblajes en
películas de lucha mexicanas.
Era una época (1958-1982) en la que El Santo: El enmascarado de Plata
realizó alrededor de 53 películas de éxito en los cinco continentes.
“En ese entonces nos pagaban mil dólares por hacer una patada
voladora doblando para una película del santo, era mucho dinero, pero
los productores lo pagaban porque sabían que conmigo no tenían que
repetir escenas”, dijo “Olímpico”.
Según explicó el salvadoreño, la patada voladora consiste en elevarse
acrobáticamente seis pies del suelo y caerle en la cara al oponente sin
lastimarse uno mismo.
A pesar de que “El Santo” es considerado un super-héroe, “Olímpico”
lo ve como un igual, un compañero a quien respetaba y estimaba.
“Todas las mujeres lo buscaban, pero siempre fue un hombre serio,
dedicado a su hogar. Me quería mucho, yo pienso que era porque él quería
mucho El Salvador. Me recuerdo de una anécdota cuando un día después de
luchar en Acapulco nos fuimos manejando a la ciudad de México y yo lo
molestaba. Le decía ‘oye las mujeres casi me tiraban la puerta del
camerino que porque estaban buscando al Santo’, él sólo se reía”, dijo
Olímpico.
Entre risas, con una camisa desteñida y pañuelos que le ayudan con su
resfriado, el ex luchador dice que él no tenía ídolos del cuadrilátero.
“Yo era mi ídolo”.
Para 1962 comenzaba una nueva etapa en su vida ya que emigró a
Estados Unidos, dejando su querido México.“Yo soy mexicano, porque ahí
nací como luchador, contador y como todo”.
“El dólar es el puñete del mundo entero”
“Acepté irme a Estados Unidos porque el dólar es el puñete del mundo
entero”. Allí llegó directo a Nueva York, contratado por la Federación
Mundial de Luchas (WWF), donde los latinos lo recibieron con orgullo.
“Sí, me recuerdo de ellos, Miguel Pérez, Víctor Rivera, Antonio Roca.
Fíjate que no había rivalidad, nos apoyábamos y teníamos una relación
de respecto y como no, si éramos técnicos”.
Mientras Gilberto Santarrosa suena en la rocola, las piernas que un
día solían ser mortales para sus contrincantes caminan despacio hacia
una maltrecha oficina en la esquina del bar. Richi, su adorado loro lo
saluda al abrir la puerta.
“Hola richito, te quiero”, le dice “Olímpico” a su pájaro que lo
defiende como fiera si alguien se acerca. Al lado de la jaula hay una
fotografía que muestra a los famosos luchadores de esa época.
“Era mi secreto, así es la vida de un luchador, celosa”
Después de una temporada de andar luchando de aquí para allá,
“Olímpico” decidió establecerse en Filadelfia en 1964 y realizar su
segunda pasión que era la contaduría. Abrió una oficina en el barrio, en
las calles seis y Lehigh.
“Durante la semana era Joaquín Rivera, el contador y activo en la
comunidad, y los fines de semana era el Olímpico, pero nadie lo sabía,
era mi secreto, así es la vida de un luchador, celosa”, dijo Rivera.
“Olímpico” trabajó junto con importantes líderes de la comunidad como
Domingo Martínez y Candelario Lamboy, en el Club de Leones.
Se casó con Alicia, una chica de origen alemán con quien tuvo una
hija que ahora tiene 30 años y con quienes vive en Nueva Jersey.
Pero en los setentas, nadie sabía su secreto, ni siquiera su propia hija.
En esa época, “Olímpico” le compró a Víctor Rivera, otro luchador, un
bar en la Cinco y Huntington, en donde transmitían sus peleas. Los
clientes no se percataban de que el luchador de la televisión era el
mismo dueño de anteojos sentado a la orilla de la barra haciendo
cuentas. Tenía el bar, la oficina de Contaduría, tomaba clases en Temple
y seguía luchando.
“Luchaba los fines de semana en la 45 y Market, eso se llenaba de
latinos y también viajaba mucho, siempre a donde me dijeran, nunca dije
no”, recuerda.
“Nunca volveré aguantar un golpe más”
Así pasaron los años en la vida de “Olímpico” y se convirtió en Mason.
“Estudiaba mucho la Biblia y un día le prometí a Dios que cuando cumpliera 50 años no iba a luchar más”.
En 1986 estaba preparado para pelear con “Samoan” a la Florida y era una pelea muy importante que se iba a grabar para su venta.
“Iba de camino y me acordé que ese día cumplía 50 años; me regresé a
mi casa, les llamé y les dije ‘no voy. Nunca volveré a aguantar un golpe
más’. Guardé la valija con la máscara en el armario y hasta la fecha,
la valija está ahí intacta”.
Sus antiguos compañeros todavía le hablan, especialmente cuando
alguno de ellos fallece, pero como “Olímpico” dice, él ya es arena de
otro costal.
“La vida fue buena conmigo, de ser un don nadie, conocí luchando los
cinco continentes y no hay un solo punto en el globo terráqueo que yo no
conozca”.