—¿Entonces sobre qué temática iniciamos el ejercicio?– dice Pedro Valle, el docente de aspecto bonachón que ha coordinado estos encuentros desde hace 15 años. 

—Del amor, escribamos del amor de pareja, el erótico– replica una joven morena.

—Este frío es más propicio para escribir de todo lo contrario: de soledad, desilusión, desamor, despecho– refuta un joven blanco. 

—Pues por eso. Así es mayor el reto– contesta su compañera morena.

—Que así sea, entonces. Erotismo– indica Pedro. Los demás asienten.

Después de intercambiar unas cuantas risas, los siete callan y pierden la mirada. Cada uno la extravía en diferentes puntos. En las copas de los pinos que bailan de un lado a otro, en las páginas sobre la mesa, en el techo que cruje con cada ráfaga fría. Uno de ellos prefiere cerrar sus ojos. Algunos inhalan profundo. Otros suspiran. 

En la sesión de hoy, la última de 2014, están reunidas tres generaciones de jóvenes enganchados en las letras. Son miembros, algunos más activos que otros, del Taller Literario Añil, un semillero de poetas que se ha alimentado desde hace una década y media con los estudiantes del instituto de La Palma. Todos, en ritmos diferentes, han empezado a escribir.

Injusticias sociales, el amor erótico, la vida y la muerte, la naturaleza e incluso los acertijos matemáticos han sido temas centrales de las decenas de versos que han sido dadas a luz en estas reuniones. Algunos de ellos incluso han sido galardonados en certámenes fuera de El Salvador. Y aunque no haya un solo tallerista frente a esta mesa que pueda descartar que la poesía es su verdadera vocación, todos, sin excepción, han tenido que suprimirla frente a una necesidad tan básica como la subsistencia.

“Aquí no se puede comer de la poesía. Y aunque sea lo que nos llena, tenemos que hacer algo que sí nos ayude a sobrevivir”, dirá en unos minutos uno de ellos.

Editoriales les han cerrado las puertas, bajo el alegato de que la poesía “ya no vende”. Imprentas los han dejado pasmados ante los precios y condiciones que exigen para reproducir sus versos. Los certámenes de poesía cada vez son menos y sus oportunidades para darse a conocer escasean con el tiempo. Muchos han emigrado, y los que se han quedado han tenido que apretujarse en actividades alternas que les permitan sobrevivir. Aun así, se resiste con terquedad a dejar de escribir.

Ya está lista la primera tanda de versos de este día.

Este taller literario es el heredero más directo del Taller de Letras Gavidia (TALEGA) –uno de los más resonados en El Salvador después de la guerra, durante la década de los noventa–. Pedro Valle, quien ahora orienta a los jóvenes palmeños, también fue uno de los fundadores de ese nido de escritores que rindió certámenes internacionales, recitales y publicaciones y premios internacionales que demostraron la calidad de la poesía salvadoreña.

ntes de que TALEGA se extinguiera, Pedro vio en el Instituto Nacional de La Palma (INAP) una cantera ideal para identificar y trabajar con jóvenes que tuvieran potencial para la poesía. Así, aprovechando sus facultades como profesor de literatura, empezó a organizar pequeños certámenes de poesía para alumnos de tercer ciclo y bachillerato. “Así es como he ido descubriendo jóvenes con un potencial impresionante. Les doy mi apreciación sobre su trabajo y los invito a que se involucren en esa disciplina artística”, asegura.

Después de un concurso de poemas originales, en 1999 convocó a la primera camada de jóvenes con inclinaciones poéticas. Ese grupo que trabajaba en recreos, en horas libres o después de clases decidió llamarse Taller Literario Añil. “El añil tiene una connotación de lucha. En la época de la Colonia se extraía en esta zona. La gente trabajaba en condiciones bien difíciles para extraerlo. Y teníamos claro que no la íbamos a tener fácil. También íbamos a tener que luchar”, recuerda Pedro con una veta de romanticismo.

Así, entre lecturas, discusiones, ejercicios y recitales locales, se fueron acumulando las generaciones de añileros. Pero aunque en estos 15 años algunos talleristas han destacado en juegos florales nacionales y certámenes de poesía fuera del país, la perseverancia y la continuidad son dos condiciones que no han podido alcanzarse. Que los jóvenes de diferentes camadas convivan en una misma sesión es un evento poco común. Quizá sea por eso que hoy el rostro de Pedro irradia tanta alegría cuando ve a sus pupilos de diferentes años congregados alrededor de esta mesa de madera.

Con los silbidos del viento y sonido de maracas de los pinos como fondo, uno por uno, los jóvenes empiezan a declamar.

Carlos Gómez se acomoda los lentes con el dedo índice. Recorre con una mirada veloz los rostros de sus compañeros, se aclara la voz y toma la página sobre la que acaba de escribir. Respira hondo. 

“Ella creía 

que todo lo que se mueve es amor 

para mí, ella muy quieta 

es la perfección.

Olvidé que su corazón latía por mí.

Ella tenía razón”.

Todos guardan silencio. Asimilan los versos y preparan su evaluación. Uno a uno expone su punto de vista. Entre los comentarios hay referencias a Roque Dalton, Neruda, Benedetti, y otros poetas reconocidos. Hacen críticas sobre la rima, la brevedad, el uso del lenguaje sencillo y figurado. Carlos –el joven delgado, de piel trigueña y apariencia seria– es receptivo. Contesta las preguntas que sus compañeros le hacen y agradece las observaciones.

Carlos escribe desde que iba a cuarto grado. Aunque asegura ya no tener registros, recuerda que los primeros poemas los hizo para su madre. Desde entonces no ha parado de escribir. “Yo sí quiero vivir de la poesía. No habría nada mejor que eso”, dice. Su realidad y la de su familia, sin embargo, ha hecho que ese ideal de vivir de la literatura esté cada vez más lejos. “La verdad, creo que voy a poder publicar algo hasta que ya esté jubilado y consiga cómo pagar la imprenta”, lamenta.

Carlos emigró de Santa Tecla a La Palma porque sus padres vieron la fabricación de artesanías como una oportunidad para salir de apuros económicos. En 2006, después de que participó en el concurso de poesía del INAP recibió la invitación para ser parte del taller. Casi al mismo tiempo concursó en la Olimpiada Nacional de Matemática. Como también destacó, lo convocaron en el programa Jóvenes Talentos.

—Con ojos realistas vi que las matemáticas me iban a dar más oportunidades de ingresos. Así que tuve que dedicarle más tiempo a eso. Tuve que hacer un poco de lado mi interés por la poesía– reconocerá dentro de dos días.

Este joven delgado buscó una beca para estudiar medicina en Cuba, pero su familia no pudo cubrir los gastos para papeleos y formalidades y tuvo que desistir. Después, por su excelente récord académico y en Jóvenes Talento, le concedieron una beca remunerada en la Universidad de El Salvador. “Nada puede estar más alejado de la literatura que la ingeniería civil, aunque también me gusta, acepto que tuve que escogerla porque creí que me daría más opciones para ganar dinero”, dirá cuando analice el tema en el que se basará su tesis en 2015, para coronar sus estudios.

Carlos reconoce que en temporada académica sus lecturas por placer se minimizan de la misma manera que su inspiración para escribir poesía. Ha tenido que reducir su vocación a un pasatiempo al que le dedica solo el tiempo que la universidad le permite. “Extraño estar en un recital, sentarme por horas con papel y lápiz, discutir sobre mis letras y sobre las de otros. Pero la realidad despierta”.

Los talleristas hablan con pasión. Los dos más jóvenes, pertenecientes a la generación de 2014, escuchan con atención especial a quienes estuvieron activos en años anteriores. De vez en cuando hacen alguna anotación, sobre todo cuando alguno menciona alguna técnica para que la poesía fluya mejor. Pedro, el facilitador, se ha pasado esta hora y media recomendando lecturas, autores y títulos que podrían ayudarles a depurar la manera en la que escriben.

—¿Cuántos de los que estamos aquí vamos a terminar con una obra importante?– les pregunta una vez que todos han terminado de compartir sus versos improvisados. La única respuesta que recibe es un silencio total. La expresión jovial se les borra a todos.

De pronto es como si la melancolía les desplazara la pasión. Las verdades que se les han puesto enfrente han hecho que vean inalcanzable ese ideal de llegar tanto como la Generación Comprometida –el grupo de literatos salvadoreños de la década de los cincuenta cuyas obras se han vuelto referente de la literatura centro y latinoamericana–. Al ver su reacción, Pedro menciona la necedad y la perseverancia que se necesita para ser escritor.

Sin embargo, Pedro sabe mejor que nadie que el panorama para sus talentos jóvenes se oscurece más con cada año que pasa. Y resume 15 años de dificultades de todo tipo en una palabra: indiferencia.

Por indiferencia asegura que se ha quedado con el deseo de llevar a sus pupilos a recitales y otros eventos sobre literatura a los que han sido invitados. Como la mayoría es rica en carencias, se les hace improbable sufragarse más de $3 en pasajes para salir de Chalatenango. Mucho más imposible es que puedan alquilar algún transporte privado. Según Pedro, nadie, ni la escuela, ni la municipalidad, ni ninguna otra institución ha tenido la voluntad de apoyarlos.

Por indiferencia también ha tenido que cancelar decenas de reuniones cada año. Otros docentes, al creer que el taller “roba el tiempo” de los alumnos, se las han arreglado para que los jóvenes tengan que postergar las reuniones. Y por esa misma indiferencia hasta algunos padres de familia han obligado a sus hijos a que se retiren del taller al que han llegado a calificar como “vagancia”.

—La falta de educación artística hace que la formación literaria no sea comprendida en la sociedad. Hay padres de familia que le dan permiso al joven de que haga cualquier cosa menos que forme parte del taller literario– reconoce Pedro con pesar.

El Ministerio de Educación lanzó, a principios de 2010, el programa Arte, Cultura, Recreación y Deporte: “Un sueño posible”. Se concretó en una convocatoria dirigida a instituciones educativas, públicas y privadas, para que incorporaran actividades extracurriculares que propiciaran que los estudiantes tuvieran un acercamiento a las artes. Sin embargo, desde su planificación el programa hizo énfasis en música, teatro y danza y artes plásticas. En la mayoría de iniciativas que siguieron la recomendación hay mínimas o nulas actividades que fomenten la creación literaria.

Lo que el Instituto de La Palma recibió del programa fue implementos deportivos. De acuerdo con Pedro, los encargados del área de cultura de la Dirección Departamental de Educación que el MINED tiene instalada en Chalatenango son, todos, profesores de educación física. Y como el Taller Añil no figura dentro de las iniciativas oficiales, está privado de cualquier tipo de estímulo estatal. A este taller ni siquiera le es permitido ser parte de la actividad “Arte y Cultura”, que la departamental organiza cada año.

“No hay ningún programa oficial que fomente la literatura. Las pocas iniciativas que surgen, como esta, tienen prácticamente que luchar contracorriente”, lamenta Pedro. Y si los espacios de formación están distantes de ser propicios para potenciar talentos, los escenarios que permitan considerar la creación literaria como una actividad de subsistencia, como forma de vida, son todavía más remotos de visualizar.

Por eso es que, durante todos estos años, al Taller Añil se le han escurrido las plumas que ha intentado potenciar. La mayoría de jóvenes poetas de principios de los 2000 cambiaron su sueño de ser escritor por el otro que obliga a recorrer la ruta del migrante hacia Estados Unidos. Una vez allá, sin documentos y con miedos, se han tenido que separar incluso de la idea de una mayor preparación académica.

Ahora, esos jóvenes que un día soñaron de la misma manera que estos que ahora tienen una batalla de argumentos –sobre la conciencia social que debería tener todo escritor comprometido– han tenido que conformarse con plasmar sus inspiraciones en sus redes sociales. De esas generaciones –surgidas entre 2000 y 2007 aproximadamente– solo se han quedado en el país dos o tres de cada 10 poetas.

Mayra Alvarenga reconoce su terquedad. Esa que le ayudó a demostrarse y a demostrar que la vida no tiene por qué “arruinarse” al tener un hijo cuando se es adolescente. La misma terquedad que la empujó a continuar estudios universitarios para, entre otros propósitos, reunir dinero para pagarse la publicación de su poemario, y obtener un trabajo que ponga menos en riesgo su vida.

La mujer que ahora está a punto de leer sus versos está obligada a moldearse una expresión durísima, y a portar armas y macanas. Los únicos trabajos que ha podido hallar, asegura, han sido dentro de instituciones de seguridad pública. Primero fue uno de los elementos de la Unidad de Mantenimiento del Orden (UMO) de la Policía Nacional Civil. “Pero me salí, porque era demasiado peligroso. Una termina golpeada, la escapan a matar y yo tengo a mis hijas”, dirá dentro de tres días.

Ahora Mayra es agente del Cuerpo de Agentes Metropolitanos (CAM) de San Salvador. “Solo de ‘choricera’, como nos dicen los vendedores, he podido hallar trabajo. Está claro que este no es un país de oportunidades”, dirá con el rostro tenso cuando esté patrullando en las proximidades del parque Libertad, en San Salvador. Ya egresó de una universidad de San Salvador. Está terminando sus prácticas profesionales y ya empezó con los trámites para graduarse como abogada.

Esta mañana el rostro de Mayra luce apacible. Cuando lee sus versos o discute sobre autores reconocidos, sonríe. Su expresión se suaviza y su tono de voz recupera toda la calidez que pierde cuando patrulla, vestida de negro y celeste. Escucha a sus compañeros con atención, ríe, hace bromas. Acepta que la poesía la aproxima a la plenitud que busca.

—Es que cuando escribís hacés un contacto directo con tu papel y lápiz. Podés decirle lo que pensás, sentís y querés. El papel no te delata. Te desahogás. Vivís. Al final tu lector entiende lo que quiere entender– dice con romanticismo.

Mayra ya vio publicados algunos de sus poemas. En 2006, el Taller Añil ganó un concurso nacional que el MINED organizó dentro de su programa “Un sueño posible”. Como premio les publicaron una antología, que integraron con escritos de Mayra y de otros 22 talleristas. La publicación, que llamaron “Cuerno de Añil”, incluyó cerca de 100 poemas sobre una diversidad de temáticas. Sin embargo, al obtener la publicación, también tuvieron que aceptar una prohibición para difundir la antología en librerías. Tampoco pudieron difundirla en espacios culturales. “En el país es difícil publicar. El hecho como tal ya es un acto de heroísmo”, asegurará al respecto Pedro Valle.

Hoy que hojea el cuaderno en el que registra sus poemas más recientes, Mayra dice que por romanticismo, y por esa genuina terquedad, ya empezó a cotizar cuánto podría costarle una publicación exclusiva con sus versos. El paquete más económico le costaría un poco más de $1,000, y le rendiría 500 ejemplares de 200 páginas. Pero de momento, con un salario que apenas supera los $300, realizar ese sueño lo vislumbra como una cruzada lejana.

—No quise cotizar más hasta no tener la posibilidad de ahorrar para mi proyecto. De lo que sí estoy segura es de que no quiero conformarme como la mayoría de los compañeros que he tenido en el taller. No quiero quedarme solo publicando mis versos en Facebook.

El ejercicio terminó. Los miembros del Taller Añil han decidido adentrarse en una pequeña porción boscosa con la que cuenta este hotel de La Palma. Aquí, sentados sobre alfombras de hojarasca y rodeados de los pinos larguísimos y sonoros han decidido leer a otros autores y practicar ejercicios de declamación.

—La poesía es la medicina que nos va a curar el alma. Hay males que no se quitan con pastillas ni jarabes y ahí es donde puede hacer algo la belleza de un verso– dice Alexánder Mejía, el miembro más longevo del taller, antes de iniciar con el ejercicio de expresión.

Cuando Alexánder decidió aceptar que la poesía estaría lejos de garantizarle la subsistencia, solicitó una beca para estudiar medicina, su segunda vocación. Sus calificaciones y situación socioeconómica le permitieron obtener la ayuda y se formó en la Escuela Latinoamericana de Medicina (ELAM), en Cuba. Aunque no ha podido conseguir una plaza en el sistema público de salud, sí ha logrado involucrarse en proyectos en los que brinda cursos de capacitación a sus homólogos.

Hoy que sostiene un cuaderno desgastado que ha reforzado con cinta adhesiva, asegura que hace hasta lo imposible para escribir con perseverancia. Ahora su meta, más que publicar un poemario, es participar en certámenes de literatura. Alexánder asegura haberse enamorado todavía más de la poesía en los años que vivió en Cuba. Ahí participó en concursos latinoamericanos y compartió con escritores contemporáneos.

“Lo bonito de la medicina es que, lejos de alejarte de la poesía, puede servirte de inspiración. Mi fortuna es que puedo llevarlas a la par”, dice Alexánder. Para este joven, estar cerca de la gente es un combustible para sus versos. Por eso, cuando tiene que atender pacientes, por lo general en zonas remotas, siempre lleva consigo su cuaderno remendado. Ha empezado a declamar un poema de Pablo Neruda.

—Puedo escribir los versos más tristes esta noche. Escribir, por ejemplo: “La noche está estrellada, y tiritan, azules, los astros, a lo lejos”– declama Alexánder.

Un joven moreno y delgado y de ojos claros, el más callado de todos los añileros, lo escucha con especial atención. Édgar Arriaga, el joven moreno, parece catar cada palabra, rima y figura literaria contenida en el poema. Declina la cabeza, cruza las manos y las junta con la boca. Esas dos temáticas, los astros y la tristeza, son los temas centrales de su escrito más reciente.

Édgar es un estudiante de agronomía que desde los 10 años ha sembrado flores, hortalizas y granos junto a su familia. Cuando estuvo más activo en el taller, entre 2010 y 2012, se arriesgó varias veces a perder el bus que lleva desde La Palma hasta Los Planes, en San Ignacio –una de las zonas más altas de Chalatenango, del país–. Y aunque más de una vez se vio en aprietos para llegar a su casa, asegura que nunca dudó continuar su formación literaria.

“Yo le traía mis poemas al profesor –se refiere a Pedro– para que él me diera su apreciación y consejos sobre como mejorar mi técnica”, recordará en dos días, cuando dé mantenimiento a las hortalizas que sembró hace unas semanas en las laderas que pertenecen a su familia.

Hoy Édgar, como en los años cuando era un tallerista más activo, trajo algunos versos para que Pedro los lea y le ayude a orientarse. Cuando termine el encuentro de este día, le entregará el cuaderno y esperará unos días para que su mentor le comparta sus observaciones. Édgar asegura ser feliz al escribir. También lamenta que sea tan difícil hacerlo en este país.

—Más poesía es igual a menos violencia. Uno cuando escribe también se suelta de las cosas negativas y no anda pensando en hacer daño. Yo le apuesto que si hubiera más maestros dedicados y que este sistema diera las facilidades para reproducir estos talleres, la violencia disminuiría– dirá con seriedad Édgar.

La sesión ha finalizado. Si los jóvenes poetas lucen alegres, a Pedro, su mentor, se le ha trazado la expresión más radiante de todas. Antes de despedirse arman una tertulia breve, entre la que procuran tomarse algunas fotografías para recordar la ocasión.

Aunque no logran fijar una fecha precisa, porque coincidir entre cotidianidades tan heterogéneas sigue siendo un reto para estos jóvenes, sí se comprometen en hacer más frecuentes sus reencuentros. Pedro les agradece por haber asistido. Les incita a que no permitan que sus rutinas les alejen de escribir. También les recuerda la frase con la que suele retar a cada nueva generación de jóvenes talentosos. Con esa frase también dará la bienvenida a quienes decidan ser parte de la sociedad del Añil en 2015.

—No hagan poesía por pose, porque la gente diga que son artistas. Háganla por necesidad. Porque sin ella ustedes no podrían ser ustedes.